Vestido de Flores

¡Florece!


A las seis de la tarde corría yo, por la Avenida Caracas con 22, a toda velocidad. Nadie me podía detener. A veces solía dejarme llevar por ese instinto obsesivo que tenía con la chica del vestido de flores, queriendo encontrarla de nuevo. Todavía me cuesta creer que fue nada más que un sueño

Todo comenzó, cuando una noche cualquiera en la Bogotá fría y triste de costumbre, en la estación de la 76 con Caracas se sube aquella mujer que me despierta de mi letargo de aburrimiento. Diez y media de la noche. Rubia. Chaqueta de cuero. Medias veladas negras. Vestido de flores. Con una elegancia y un perfume que te distraen de lo que sea que estés haciendo. No dejo de mirarla, pues además de su belleza, !Esto parece una obra de arte! En un Transmilenio lleno de pordioseros, vagabundos, desahuciados, matones y gente sin rumbo alguno, ver aquella chica del vestido de flores hace que brille la miseria de este bus repleto de perdedores, como yo.

Estoy tan perdido en su mirada como su misma mirada lo está en la ventana.

El bus avanza. Cada vez avanzamos más hacia el centro de Bogotá, el cual no es para nada agradable a estas horas. Llegando a la estación de la calle 22, se baja aquella chica. Quedo impresionado, pues parece alguien que conoce muy bien estos lugares. Claramente, la sigo sin importarme nada, pues no tengo nada que perder. Se da cuenta de mi presencia, y me da su mano. Sin cruzar palabra alguna me dejo llevar, me siento como un niño pequeño al cual su madre lo lleva a algún lugar en especial.

Vamos por una calle realmente oscura, en la cual cada vez que avanzamos, las imágenes desaparecen poco a poco. Los vagabundos van desapareciendo, los andenes, las casas abandonadas, las estrellas, la luna. Todo va desapareciendo, todo. Lo último que logro ver es su silueta antes de que desaparezca con los últimos destellos de los postes de luz. Un olor embriaga el lugar en el que me encuentro, un olor a sangre, a muerte, a carne cruda descompuesta. Después de un largo tiempo, algo sucede. 

Veo en lo negro del cielo que se comienzan a formar unas pequeñas flores, que van girando lentamente. Mientras me levanto del suelo, me doy cuenta que el vestido de flores cuelga de un ventilador oxidado. La luz vuelve poco a poco, a través de unas persianas rotas, por las cuales entra el frío de la madrugada bogotana. En una habitación asquerosamente sucia, llena de ratas y basura por todos lados, veo cerca de un colchón viejo la ropa de la chica. Y al recogerla súbitamente veo que caen flores sin colores. Si, flores grises. Me las como. Saben a perfume de chica, saben a alcohol. Encuentro unas pequeñas cicatrices recientes y suturadas con hilo gris, las encuentro en mi abdomen. No sé qué sucedió. 

Veo en la pared escrito con sangre la palabra FLORECE.

A pesar de haber muerto aquella noche, de haber dejado este mundo de gente vacía, sin sentido, me siento muy feliz de haber conocido a la chica del vestido de flores. Me sentí tan vivo como nunca en mi vida. Tanto, que ahora estoy muerto. Atravesé otras dimensiones gracias a ella. He ingerido las flores de la vida y la muerte. Sin decir palabra alguna me ha explicado el sentido de la vida. Que la vida misma no tiene sentido alguno.

Te seguiré buscando, en el centro, de noche. No tiene sentido, pero algún día te encontraré. Lo sé.

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